Durante la última ola de terror de Stalin, cuando
Anna Ajmátova no sólo tenía prohibido publicar sino que además sometían
su departamento a razzias periódicas y hasta le habían puesto micrófonos
ocultos, su táctica para evitar el cepo literario era dar a memorizar a
siete personas de su máxima confianza cada poema que escribía.
Nadiezhda Mandelstam no pudo ser de la partida porque ya conservaba en
su cabeza todos los poemas de su marido, el gran Ossip (muerto en los
gulags de Siberia por aquel epigrama que le dedicó a Stalin). Pero la
joven Natalya Gorbanevskaya no tenía marido y vivía en el mismo edificio
que Ajmátova, la admiraba sin límite y además tenía una memoria
especialmente fértil para la poesía: así ingresó al círculo de Las
Calceteras.
Ajmátova las llamaba así porque cada una de las visitantes llegaba al departamento munida de agujas y lana, y hacía ruido de tejer para los micrófonos de la KGB mientras memorizaba línea por línea el poema garabateado en un papel que Ajmátova le mostraba y que procedía a quemar en el cenicero en cuanto la visitante le daba un silencioso gesto de asentimiento. Así se hacía realidad en la URSS de Stalin la famosa profecía de Bulgakov: “Los manuscritos no se extinguen en el fuego”.
Ajmátova las llamaba así porque cada una de las visitantes llegaba al departamento munida de agujas y lana, y hacía ruido de tejer para los micrófonos de la KGB mientras memorizaba línea por línea el poema garabateado en un papel que Ajmátova le mostraba y que procedía a quemar en el cenicero en cuanto la visitante le daba un silencioso gesto de asentimiento. Así se hacía realidad en la URSS de Stalin la famosa profecía de Bulgakov: “Los manuscritos no se extinguen en el fuego”.
Eran los tiempos en que casi no se veían hombres por las calles rusas: o habían muerto en la guerra o Stalin los había hecho desaparecer en las purgas, o el miedo los había convertido en soplones. Mentira: quedaban los jovencitos, y Ajmátova tenía una pandilla de revoltosos admiradores (el pelirrojo Joseph Brodsky y sus amigos), pero los eximía de riesgos porque no quería que terminaran en el gulag por su culpa. Ya había visto caer a dos maridos y a un hijo; prefería valerse de mujeres. Hay una hermosa anécdota de esa época: Nadiezhda Mandelstam iba en un colectivo lleno que se bamboleó al pasar por un pozo; se agarró del brazo de la persona que tenía al lado y, al darse cuenta de que era una viejita tan esmirriada e inmaterial como ella, le pidió perdón con vergüenza pero la viejita contestó: “No es nada. Las mujeres como usted y como yo somos de hierro”.
2 comentarios:
Que grande esa viejecita... :)
Besos y salud
Qué historias. Entonces valorarían cada poema como un tesoro.
En esta historia hay argumento para una película, y buena.
Besos, Marcela.
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