En un mundo en el que cada vez pasamos más desapercibidos,
en el que tenemos como amigos uno o ninguno, nos retratamos constantemente para que
millones de conocidos nos digan “me gusta”.
El selfie ha existido desde siempre, e incluso ha sido pintado
permanentemente, pero nunca como ahora ha habido tal cantidad de autorretratos
a brazo alejado. Es una plaga no sé si necesaria, pero sí un canto al
narcisismo infantil de siempre, ese del “mírame mamá”.
Si todos los hacen, porqué nos vamos a privar de ser igual
que todos. Porque la moda nunca ha sido tan gregaria, si se llevan las barbas
no tardamos en decir a nuestros novios o hermanos que quedan estupendas.
Tiempos en los que la diferencia es sinónimo de “raro”.
Lo raro es sinónimo de no me gusta, y nos hemos convertido en
masa gris expectante de la mirada de los otros, que no del otro. Somos personas
que no ejercemos como humanos, sino seres perdidos en un mundo viral infectado de necesidades en el que nos dicen que hacer, que pensar, y pasar la tarjeta de crédito. Todo se compra, porque todo caduca
de una temporada a otra, incluso las emociones y los afectos.
Y muchas redes sociales cada vez más limitadas en qel que ya la única opción es "me gusta" "ya no me gusta".