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Vivimos en un sistema que impulsa al delito. Ya sea claramente dentro del hampa -como en El Padrino- o haciendo uso de sus medios mientras se guardan las apariencias -como en Citizen Kane, cuyo protagonista se lanza a la política repartiendo dinero a troche y moche para ser derrotado por alguien más corrupto que él- lo que ambas películas demuestran es que vivimos en sociedades que potencian la peor parte del ser humano. Sin ser mafiosos como los Corleone o millonarios como Kane, todos nosotros sabemos que nos iría mejor de lo que nos va si mintiésemos más, sonriésemos más, compadreásemos más, sedujésemos más y emboscásemos más a nuestros ocasionales competidores, haciendo lo necesario -y también lo innecesario- para granjearnos la simpatía de aquellos que detentan el poder en nuestro microuniverso.
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